ENTRANDO AL MUNDO ISLAMICO

La isla de Zanzíbar es un enclave musulmán en las costas del Africa Oriental, que jugó un importante papel en el intercambio comercial entre el mundo árabe, la India y China durante varios siglos. Esa importancia se puede apreciar en la intrincada arquitectura de la Stone Town o Ciudad de Piedra, la vieja urbe de comerciantes y esclavistas que ahora es un sitio turístico incorporado al Patrimonio Mundial de la UNESCO.

En Zanzíbar pasamos los últimos días antes de salir de Tanzania, caminado por las callejuelas de la Ciudad de Piedra, visitando sus palacios erigidos por sultanes de Omán y ricos comerciantes hindúes, soportando los interesados “jambo” y “karibu”(hola y bienvenido en kiswahili) y recorriendo los mercados ajetreados. Mujeres totalmente tapadas con velos y vestidas de negro, o por lo menos con la cabeza cubierta, abundantes mezquitas y los gritos de los muecines desde sus minaretes, convocando a los fieles a cumplir con los cinco rezos diarios que indica el Corán (el primero de ellos a las 4.30 de la madrugada), nos indicaban a las claras que, aun en Africa central, estábamos empezando a vivir la cotidianeidad de una sociedad mayoritariamente islámica.

La Ciudad de Piedra comenzó a poblarse hace más de 1.000 años, pero sus actuales edificaciones proceden mayoritariamente de los siglos XVIII y XIX. La importancia de la isla en el esquema comercial de la costa Swahili se manifiesta en sus edificios antiguos con elaboradas y magníficas puertas, que demostraban el status de la familia, su fuerte y sus palacios, y en el hecho de que los sultanes de Omán, luego de expulsar a los portugueses a principios del siglo XVIII, decidieran instalar su corte allí, a miles de kilómetros de la peninsula arábiga. Una de sus princesas, Sayyida Salme (Emily Ruete, luego de casarse con un alemán), escribió la única memoria de una princesa árabe describiendo las intimidades del harén y la corte de Zanzíbar, en un interesante testimonio. Unico, además, por ser escrito por una mujer, precupada, entre otras cosas, por dejar en claro cuál es la verdadera posición de la mujer en Oriente (Memorias de una princesa árabe de Zanzibar, The Gallery Publications, Zanzibar, 2004).

Zanzíbar llegó a tener embajadores en Europa y Estados Unidos, pero finalmente cayó en poder del imperio británico en 1896, quedando los sultanes como una figura decorativa y funcional a la colonia. En 1964, con la independencia de Tanganyca (la parte continental de la actual Tanzania), una revolución depuso al ultimo sultán, y una nueva etapa se abrió para la Ciudad de Piedra. Los edificios fueron nacionalizados y la prioridad del gobierno revolucionario no fue la preservación del patrimonio, como era de esperar en ese marco y en aquel entonces. Treinta años más tarde, al inscribirse la Ciudad de Piedra en la lista del patrimonio cultural de la Humanidad, el deterioro era bastante grande y en algunos casos, irreparable. Actualmente, la ciudad es un destino turístico, no solamente por sus antiguos edificios sino también por las famosas playas de la isla.

Estuvimos tres días en Zanzíbar, uno de ellos en Nungwe, en la costa norte. Allí, en un entorno de playas de aguas cálidas surcadas por los viejos barcos árabes (los dhow), descansamos sin poder olvidarnos que estábamos en Tanzania: dos veces intentaron abrir la puerta de la pieza, pensando que no estábamos dentro.

Volvimos a Dar es Salaam esperando el día del vuelo que nos sacara de Tanzania y nos llevara a El Cairo, donde podríamos retomar (así esperábamos) nuestro recorrido ciclista. Sin embargo, Tanzania dio una muestra más de su falta de hospitalidad en el maltrato que sufrimos de parte de los vigilantes del aeropuerto. A los gritos, discutiendo, tratando de no perder los distintos bultos en que tuvimos que desdoblar nuestro equipaje para pasarlo por irracionales controles, atravesamos la maquinaria de “seguridad” del rudimentario aeropuerto. La responsable de la empresa aérea, por su parte, pretendía que dobláramos el tandem, como si se tratara de una Aurorita plegable. El personal de migraciones, además, aportó su granito de arena interesándose por cosas que no les incumbían, como el tiempo de estadía en Egipto, la fecha de regreso a la Argentina y otras similares, por el placer de molestar a los “mzungu”.

El vuelo por Emirates, la línea aerea de los Emiratos Arabes Unidos, sin embargo, fue un lujo. Hicimos una escala en el gigantesco aeropuerto de Dubai, la fantástica ciudad edificada a fuerza de pretrodólares. Al otro día a la mañana, volvimos a volar rumbo a El Cairo.

Ver las fotos de la visita a la isla de Zanzíbar, en Tanzania.

EL CAIRO y GIZA:
Pedalear por El Cairo puede ser la pesadilla del más esmerado ciclista urbano. Una ciudad inmensa, de casi 16 millones de habitantes apretujados en una urbe que creció de golpe y sin control, con una masa de automóviles ocupando todo espacio posible. Los semáforos casi no existen, los que hay no funcionan, si funcionan no los respetan y, en las esquinas más importantes, algunos solitarios policías hacen lo que pueden para ordenar el cruce de los vehículos. Es inexplicable como ese tráfico demencial no termina en múltiples y masivos accidentes; sin embargo, funciona. Los peatones, por su parte, contribuyen lanzándose al medio del tránsito con el solo recurso de poner la mano. Milagrosamente, pasan.Atravesar semejante ciudad en el tándem no fue fácil. Mucho menos sin hablar una palabra de árabe y sin mapa para llegar a la zona céntrica conocida como Downtown, donde sabíamos que se hallaban la mayoría de los alojamientos. Una vez allí, en medio del caos, nos encontramos con que estos hospedajes estaban todos en viejos edificios de oficinas, ocupando los pisos superiores. Imposible subir con nuestra bicicleta a la mayoría de ellos. Finalmente, luego de dar unas cuantas vueltas empujando la bicicleta en medio de la multitud, encontramos uno en que pudimos subir la bici a la pieza, en un tercer piso por escalera.

El Cairo nos resultó una ciudad complicada y Egipto comenzó a mostrarnos una faceta inesperada. Especialmente en la zona frecuentada por los turistas, la proporción de chantas que intentaban vender algo o sacar algún provecho de la relación con un extranjero era inmensa. Algunos demostraban gran imaginación, como aquel que nos fabuló manifestaciones enormes y represión gubernamental justo en la explanada del Museo Egipcio, motivada por una supuesta reunión de la Liga Arabe que, posteriormente, se iba a desplazar hacia las mismas pirámides. Obviamente, pretendía que ese día no fuéramos al Museo, como era nuestra intención, para llevarnos a ver las pirámides él mismo, por una módica “bakshees” (una mezcla de propina y coima, que los egipcios piden y esperan prácticamente por todo).

Esta situación se agrava en las pirámides, donde la abundancia de camelleros y vendedores de todo tipo de souvenir, con modos poco amables, puede hacer poco agradable la estancia en una de las siete maravillas del mundo antiguo. Para acceder al interior de los monumentos, por ejemplo, se cobra un boleto aparte y no se permite sacar fotografías. Las cámaras hay que dejarlas en la entrada y, al salir, el cuidador pide una increíble propina por devolverlas, con el clásico gesto de restregar los dedos indicando dinero y cara de “me debés algo”.

Otro aspecto complicado de Egipto, frente a lo cual todos los anteriores no pasan de anécdotas picarescas, está relacionado con la opinión sobre la mujer extranjera y la actitud de los hombres egipcios en consecuencia. Egipto es un país de tradiciones islámicas muy conservadoras, en las que la mujer tiene un lugar claro: la familia. Para los egipcios, entonces, las mujeres occidentales son, al parecer, la oportunidad de escapar a estas reglas. En nuestro caso, a pesar de que Karina no estaba sola y cuidaba su vestimenta, debimos pasar por varias situaciones desagradables y, saliendo de El Cairo, hasta groseras. Sabíamos de esto por las advertencias de las guías y otros viajeros, pero no pensamos que estando los dos juntos iba a pasar igual, aunque en menor proporción que una mujer sola, que la puede pasar muy mal.

En El Cairo, además de visitar las pirámides de Giza (tomar un colectivo con los números en árabe no fue tarea fácil) y el Museo Egipcio, los dos destinos más famosos relacionados con la civilización de los faraones, caminamos bastante la ciudad, llena de comerciantes callejeros y vetustos edificios. En el barrio Downtown, la mayoría de éstos son de arquitectura de estilo francés de la Belle Epoque, hechos en un intento modernizador de la antigua ciudad. El viejo barrio islámico, con sus mezquitas centenarias y su famoso bazar, impresiona por su aspecto de ciudad medieval, con mercados donde los vendedores vociferan ofreciendo sus productos, incluyendo (fuera de la zona que frecuentan los turistas) carne y otros alimentos expuestos a miríadas de moscas. Dentro de este barrio, hay edificios que destacan por sus cuidados detalles, construcciones con más de mil años que aun sirven para los usos a que fueron destinadas.

Otro lugar destacable y poco promocionado de la ciudad es el barrio de los cristianos coptos, una minoría que habita lo que fue la antigua Babylon, la ciudad bizantina anterior a la fundación de El Cairo islámico en el siglo XI. Los coptos fueron una de las primeras ramas del cristianismo, relacionados actualmente con la Iglesia Ortodoxa Griega.

Ver las fotos de El Cairo.Ver las fotos de las pirámides de Giza.

LA HUIDA DE EGIPTO:
Salimos de El Cairo atravesando el tráfico inaudito y, luego de cerca de tres horas sufriendo la ciudad, llegamos a la autopista que atraviesa el desierto rumbo al canal de Suez. Pensábamos pasar la noche en un pueblo intermedio que figura en los mapas entre la capital del país y Suez, llamado Bani Sadr, pero, para nuestra sorpresa, no existía. Se trataba en realidad de un barrio cerrado en construcción, donde no había posibilidades de parar. Las opciones que nos daban, a las 7 de la tarde, eran Suez (a más de 100 km.) o la misma El Cairo, de donde habíamos salido horas antes y adonde no pensábamos volver. Retrocedimos unos diez kilómetros y encontramos otro proyecto de barrio cerrado, custodiado por dos hombres a quienes pedimos permiso para armar nuestra carpa. Hablaban solo árabe, pero nos pudimos entender usando una batería de recursos, como señas y hasta dibujos, hasta que accedieron a dejarnos pasar la noche allí. Pasamos largo rato convenciéndolos de que estábamos casados y dejando en claro que no pretendíamos separarnos. Pero, más allá de estas cuestiones relacionadas con nuestras diferencias culturales, pasamos la noche tranquilos y a cubierto del frío del desierto en la habitación que nos cedieron. A la mañana, como era de esperar, nos pidieron bakshees, casi como una obligación moral egipcia antes que un cobro.

La siguiente etapa nos llevó a orillas del canal de Suez, que marca el límite entre Africa y Asia. A diferencia del día anterior, en que un fuerte viento y bastante subida nos retrasaron la marcha, pudimos avanzar a buen paso. Antes de llegar a la ciudad, pasamos por un impresionante cementerio militar donde se encuentran enterrados miles de soldados egipcios muertos en los conflictos con Israel.

Al llegar a Suez, entrando a la ciudad, un clavo nos atravesó la goma trasera. Mientras la cambiábamos, un desagradable viejo se nos acercó y, por señas, pidió prestada a Karina por un rato, inclusive con gestos guarangos. Lo echamos, pero la situación marcó un límite en nuestra tolerancia y decidimos salir de Egipto rápidamente. Después de una noche en un hotel a cuadras del canal, metimos la bicicleta en un bus hacia el cercano puerto de Nuweiba, desde el cual tomamos un barco para cruzar el estrecho mar Rojo rumbo a Aqaba, en Jordania. Esto es indispensable para no cruzar por tierra a través de Israel, pues en varios países árabes es imposible entrar si hay rastros en el pasaporte de haber pasado por allí.

Finalmente, desembarcamos en el décimo país de este recorrido, el Reino Hachemita de Jordania. Por suerte, el panorama que encontramos con respecto al trato de la gente es totalmente distinto. Los agentes de aduana hicieron lugar para que pudiéramos pasar con nuestra bicicleta por un pasillo repleto de gente cargada con bultos, nos dieron la visa rápidamente y sin problemas, y disfrutamos de una ciudad agradable y con sabrosa comida árabe que nos hizo sentir a gusto con el mundo islámico que estamos empezando a conocer.

Ver las fotos del recorrido por el desierto egipcio y del mar Rojo.





































































































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